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Gloria Mateo Grima





domingo, 27 de diciembre de 2009

Rejas



Voces irascibles que se pierden en el ambiente y se convierten en un murmullo subido de tono; rostros variopintos: unos, teñidos de amargura y de dolor, otros de odio y muy pocos con la luz que da la serenidad.

Algunos deambulan completamente idos por el efecto la amalgama de drogas con receta o sin ella que les producen la falsa esperanza de que no pasa nada, de que no va con ellos la situación, y dormitan “amorrados” en las pequeñas mesitas. Son espectadores hieráticos fundidos con el vacío. Un televisor predomina desde una atalaya casi inalcanzable, como para muchos lo es su libertad. El tiempo es denso, los minutos no tienen prisa y golpean uno a uno los sentidos. Es tortuosa la espera de la llegada de cualquier actividad que los haga salir del recinto para respirar pequeñas sensaciones más agradables. Muchos mendigan, cuando alguien entra, un gesto de acercamiento. Otros se muestran casi desafiantes con la mirada. Los hay que vuelcan palabras en un papel desde las vísceras, apretando con fuerza el bolígrafo, haciendo con ello, sin darse cuenta, su catarsis particular. La rabia, el dolor, la desesperanza o el cariño impregna los folios o el reverso de alguna instancia inutilizada. Pequeños corrillos gritan más que dialogan. Sólo se observa complicidad entre ellos cuando hay algo que intercambiar. Entonces el sigilo impera.

Están allí porque los han condenado. Los han condenado porque han estado implicados en algo considerado fuera de la ley. Y los “estado”, a pesar de que en muchas ocasiones no sean los “siendo”, al final acaban reflejados en una sentencia dictada por un juez. La justicia, que no sabe de emociones, es injusta para muchos y no lo es para otros porque previene el desorden en la sociedad. Es fría y no resbalan lágrimas por sus mejillas cuando una puerta se cierra con un golpe seco para no abrirse, aislando del mundo exterior por un tiempo a un ser tan humano como lo es el propio juzgador.

Al penetrar en ese mundo, te das cuenta de la vulnerabilidad que nos envuelve. Ésta se constata mucho mejor en un ámbito reducido que cuando estamos inmersos en la libertad de una gran urbe. Se mastican los sentimientos, se palpan las iras llenas de capazos de adrenalina, se contienen los llantos de impotencia que se traducen a idiomas de difícil comprensión para un espectador ajeno. Pero están, pero existen. El estado de alerta es una constante. Las bombas de relojería pueden estallar en cualquier momento. Se puede casi llegar a matar por conseguir un simple paquete de cigarrillos; se le puede quitar el “marido” a otra mujer para obtener como botín parte del peculio que ésta recibe por la generosidad de su enamorado caritativo. Se confunden sentimientos, se magnifica lo positivo y lo negativo. Las ausencias familiares se clavan como puñaladas traperas, considerando responsable de las mismas al propio centro, al que culpan y maldicen. No se recuerda que cuando han estado afuera, la presencia de los más próximos, ha pasado de una manera desapercibida. No se ha valorado porque era pura rutina. Así somos: echamos en falta lo que no tenemos.

La institución trata de ser coherente y aúna a perfiles más o menos iguales en idénticos ámbitos. No siempre, por desgracia, puede conseguirlo. La población interna la satura en demasía y es necesario aprovechar espacios para que quepan todos. Es verdad , no es lo mismo cumplir la condena en un departamento de ingresos que en el de aislamiento y tampoco en un módulo en el que la prisionización y reincidencia es la protagonista que en aquél habitado por primarios. La mayoría de los que sobrepasan una determinada edad, están en enfermería. Por regla general, el propio centro penitenciario traslada de unos módulos a otros a los internos, según se valora el proceso del tratamiento. Los funcionarios también rotan. Se trata de evitar en lo posible una contaminación emocional del signo que sea y de hacer más llevadero para todos ese tiempo. La cárcel no es de seda, por supuesto. Pero entre los diferentes tipos de “tejidos”, los hay más ásperos y más suaves. No son muchos los que se pueden permitir un abogado de pago para su defensa, o abonar las cantidades que se determinen y salir en libertad provisional bajo fianza, hasta que salga su juicio.

Hay gente que lleva veintitantos años de “talego” y todavía recuerda los antiguos colchones de antaño, hechos de las hojas de las mazorcas de maíz. En su discusión con los primarios, les dicen que esto, lo de ahora, es Jauja, comparado con lo que ocurría en otros tiempos. Pero cada cual evalúa según sus vivencias y todas son respetables.

La comida –se quejan- no es buena. Es el típico rancho cocinado con más o menos acierto. Pero hay regímenes para diabéticos, musulmanes, intolerantes a la lactosa, etc. Es muy difícil que tantos paladares sean contentados, como también lo es el que todos ellos puedan disfrutar de una celda de uso individual, aunque tengan derecho a la misma, según establece el Reglamento Penitenciario, pero condicionado a que el centro disponga de espacio. Y dada la masificación existente, esto no es, por lo general, posible.

Los hay que tienen la suerte de tener peculio y a más de uno, su madre o cualquier familiar cercano, le envía, para su gasto semanal, mucho más de lo que, afuera, se asigna a la economía doméstica normal. Coca-colas, cafés, tabaco, etc., son objeto de procesiones en los economatos. Unos a otros se observan y están al acecho de quién tiene buen peculio y quién no. Los desafortunados que no reciben nada, tratan de sacar beneficio de los más favorecidos, por las buenas con un acercamiento y pidiendo por favor, o por las malas. No se andan, en ocasiones con chiquitas: dame, porque tienes, o te acordarás de mí…Los favores también se pagan y se tienen en cuenta a los deudores. Otros, que tampoco “huelen” el dinero penitenciario, trafican con la medicación que se les dispensa, para conseguir comprarse un producto de consumo popular, a pesar de los descalabros que ello pueda conllevar en sus patologías.

Adoptan, frente a los funcionarios, posturas de agresividad o de sumisión. Todo depende de cada cual y del entorno que le rodea. Es la subcultura carcelaria la que predomina. Una universidad fuera de las universidades al uso: la de la supervivencia del más fuerte. Ésa que los curte y les deja una piel casi endurecida. Pero también, el que quiere, tiene acceso a la UNED, a la incursión o continuación en el estudio de idiomas, a aprender a leer y a escribir, a continuar con los estudios básicos, al uso aparatos de gimnasia en el Polideportivo con un monitor; a Talleres Ocupaciones y no siempre, por desgracia, debido al exceso de demanda, al acceso a Talleres Productivos, en los que pueden conseguir un sueldo y la cotización a la Seguridad social.
Tienen como obligación el mantener su pequeño habitáculo limpio y desinfectado. Es necesaria la higiene, tanto personal, como de su entorno más íntimo, aunque algunos no hayan cogido en su vida una fregona ni conozcan el olor que desprende la lejía. Quizá para muchos, existen recursos a los que en la calle no han tenido acceso. El orden y la disciplina en los horarios de las comidas, en su día a día en el exterior, posiblemente no los han conocido.

Es un buen momento para poder acceder voluntariamente a un programa GAD (Grupo de Ayuda al Drogodependiente) y comenzar el camino hacia su salida del abismo. También de realizar Terapia de Violencia de Género.

Se lamentan de la falta de personal cualificado que los atienda. Y es cierto. Los Presupuestos Generales del Estado dan únicamente para lo que dan y todos pagamos los momentos que estamos atravesando. Allí, es evidente, las soluciones se quieren ya, pero no es posible. Esto quizá no sea bien entendido cuando hay una necesidad imperiosa. Tampoco lo entendemos desde el exterior.

Dicen que no es un lugar de reinserción social y reeducación. Así lo viven y así lo expresan los internos: “De aquí salimos peores” se lamentan. Es verdad que la droga se introduce, circula y se vende, a pesar de la vigilancia. Pero sé de más de uno que al cabo de los años ha dicho que en ese periodo, en el que perdió quizá la visión de lejos por la limitación arquitectónica, la incrementó en la mirada a su interior. Otros, después de conseguir su libertad definitiva vuelven a delinquir porque tras muchos años de estancia son incapaces de vivir sin esas cuatro paredes en las que estuvieron. Son los menos, pero los hay. Eligen la propia cárcel como refugio. Afuera están desorientados.

Unos reconocen su responsabilidad en el delito, otros, no. Es muy cierto que hay inocentes condenados y los errores judiciales ocurren. Las secuelas de un inocente condenado, su impotencia, tiene que ser infinita y difícil de reparar.

Muchos, últimamente, entran porque roban para conseguir pagar el alquiler de un piso y comprar comida para la subsistencia familiar. La desesperación de la crisis económica que padecemos hace que pierdan el Norte, porque somos la misma sociedad la que lo hemos perdido.
La mayoría sabe que su mayor enemigo es el compañero de al lado y no los funcionarios. Independientemente de que éstos puedan tener diferentes formas de actuación con más o menos acierto. No hay pues, en muchas ocasiones, simpatía hacia ellos. Pero cuando alguien considere que sus derechos se han vejado, pueden recurrir al Juez de Vigilancia Penitenciaria para su defensa.

Hay una especie de honor mal entendido y distorsionado y los chivatos están muy mal vistos. Chivarse significa dar poder al funcionariado, denigrando al de al lado. Y los que lo hacen pagan las consecuencias en forma de venganza por parte de los demás.

Me resisto a creer que se opine entre ellos que allí no se puede pensar, que hay que estar medio aborregado, sin salirse del rebaño. No. No lo creo. Si algo tienen libre es su cerebro que puede estar a muchos kilómetros de su infierno. Dicen que les sobra es tiempo. Pero…¿saben utilizarlo?

Los centros penitenciarios son un mal necesario. La realidad es ésa. Sé que hay mucho camino por recorrer y directrices nuevas a seguir para lograr mejores objetivos y se está en ello. Sin embargo, el comparar la situación de las instituciones españolas con otras que observamos por televisión, es absurdo. Cada uno siente lo suyo, aunque contemple tratos más degradantes en otros lugares del planeta.

Los módulos de respeto están aumentando. La diferencia en la convivencia de éstos con los normales es evidente. Sin embargo, no todos quieren hacer el tránsito hacia ellos por las normas que tienen que cumplir para permanecer allí. Es un salto cualitativo, que también está en el punto de mira de los demás.

Cada interno podría escribir un libro de sus memorias. Todos y cada uno de ellos son importantes y únicos. Pero muchos no tienen ni siquiera idea de cómo plasmar poco más que su nombre, o sus cogniciones se han aliado con el vacío a consecuencia los juegos malabares con determinadas sustancias.

Los hay que cuando salen en libertad definitiva, tienen la suerte de conservar una familia que los acoge y vuelven a comenzar una vida estable social y económicamente, pero también están, y son la mayoría, los que no tienen horizontes alagüeños. Algunos aprovechan el tiempo de su estancia para sacar lo positivo que tiene su situación adversa. Siempre hay algo. Otros no lo ven y se rebelan, dejando pasar el tiempo mordiendo su propia amargura. Es cuestión de elección. Pero no todos tienen claridad de raciocinio para elegir.

No, la cárcel no es agradable para nadie. En ella siguen estando seres humanos que no están excluidos de la sociedad y a los que hay que respetar unos Derechos Fundamentales amparados por la Constitución, salvo los que por el propio delito le son restringidos momentáneamente. Un Centro Penitenciario no deja de ser un lugar en el que el juez ha ordenado que el sentenciado cumpla allí su condena. De modo que la institución debe velar por su vida, aunque los suicidios ocurran.

Es evidente que hay muchos desgarros emocionales allí adentro. Todavía no han inventado ningún aparato que mida cuál es el grado de sufrimiento que soporta cada persona en esa situación o en cualquier otra. Es muy posible que los que son culpables del delito, ya han sido castigados anteriormente por otras cárceles del exterior de barrotes fabricados por el propio medio en el que ha crecido, inhóspito y cruel, ése que conformamos todos.

No hay alivio para ellos, ni razonamientos válidos. Quieren salir lo más pronto posible. Afortunadamente, tarde o temprano, los sonidos escalofriantes de las celdas al cerrarse, los cacheos, los escasos horizontes que se divisan desde los barrotes de las ventanas, pasarán a ser sólo como un eco. A muchos les quedará el rencor, aunque digan lo contrario. El dolor no se olvida fácilmente. La memoria existe. Es probable que esas vivencias sean tema de conversación durante muchos años, sobre todo si han sido condenados injustamente.

En definitiva, todo ese “decorado” no deja de ser un descalabro de la sociedad incluida, por supuesto, la clase política. Sin ir más lejos, cada uno de nosotros nos permitimos ser jueces de cualquier parcela de la vida de los demás en el diario caminar no habiendo sacado unas oposiciones que nos capaciten para ello.

Desde afuera, criticamos, damos alternativas, decimos que haríamos esto o aquello para que no existieran estos centros. ¿Quién tiene la mejor solución? Creo que todos resolvemos enseguida problemas desde la distancia.

Los internos dicen que allí no se puede soñar. Sin embargo, los sueños no tienen rejas de hierro que los detengan, y vuelan más allá de los ya aludidos, límites arquitectónicos. Son como los pájaros que se divisan revoloteando por allí y a los que tanto se envida porque pueden alejarse lejos. De la cárcel se sale. De la muerte física, no.

Ojalá que fluyan muchos sueños de un mañana con más y mejor horizonte.

G.M.G.