En la cocina, sobre una repisa de madera sujeta a la pared, jalonado por un
coqueto volante bordado, estaba el aparato de radio. Mamotreto o
reliquia (según se quiera valorar), en estos tiempos, dedicado
a las palabras que abrían horizontes más allá de las cuatro
paredes arquitectónicas. Ventana de noticias y música: desasosiego, esperanza, zozobra,
nostalgia, romanticismo, coplas lastimeras: “el día en que nací
yo, qué planeta reinaría", etc... El oído escuchaba y la
imaginación pintaba.
La
hora más importante,era la del programa de Elena Francis. Quizá porque se hacía el silencio y mi abuela vaciaba el suyo interior, autohipnotizándose, llenándolo de
historias de otras vidas, consiguiendo romper la cadena pesada de la
realidad de la suya.
Solas,
mi abuela y yo expectantes...
De
vez en cuando, la miraba de reojo. Me sobrecogía su éxtasis: centrada y absorta en los problemas que otras
mujeres le contaban a la “letrada” Sra. Francis: altar sagrado
para sagradas palabras, confesionario de corazones torturados por el
desconcierto y, sobre todo, por la ignorancia y el hambre de un poco
de serenidad, de un mandamiento divino, de normas y
reglas indicadoras de instrucciones para salir de las telas de
araña que el destino había tejido en ellos.
Con tono dulce, maduro pero firme e, incluso incisivo, ahuyentaba los malos espíritus que arañaban las soledades de muchas
mujeres al menos durante los minutos que duraba su programa. Les enseñaba a zurcir su tela
emocional, rota y maltrecha; era la maestra que les enhebraba la aguja con el hilo. El dedal, por supuesto, lo tendrían que
poner ellas.
El tiempo inmisericorde, de vez en cuando, solo de muy de vez en cuando (únicamente para despistar), despejaría si la enseñanza, seguida al pie de letra por alguna alumna, había dado su fruto. Si no era así, la reprimenda por parte de la profesora era notoria: no había seguido sus pautas correctamente.
Curiosamente,
apenas pedían consejo los hombres.
Sé
que mi abuela le llegó a escribir; lo sé. Y doy fe de que no
necesitaba a nadie que dirigiera sus labores, pero quizá le pudo pellizcar el
alma algún agujero más grande de lo normal y no supo no cómo zurcir, sino como poner un apaño en un boquete demasiado grande.
Ninguna
de las dos, ni ella ni yo ( entonces bastante niña), dudábamos de
que existía esa señora tan milagrosa, capaz de mostrar las vías de
las que no había que salirse porque se corría el riesgo de un
descarrilamiento.
A
veces, afuera de la casa, el sonido de un tren ensordecía por unos
momentos aquel verbo imperativo: fastidio en la cara de mi abuela,
casi contento y alivio en la mía: me dolía escuchar tanto dolor. Al
mundo yo me lo imaginaba más agradable.
Con
los años, supe que todo era ficticio y la tal señora era el
espectro de alguien inexistente, un fantasma en forma de voz femenina
que ni se apellidaba Francis ni se llamaba Elena y, a la que, sombras
entre bambalinas, le urdían los guiones sibilinos.
¡Ay,
yaya, yaya! Qué pena que no llegaras a enterarte. Con la rectitud
que te caracterizaba y sabiendo que odiabas la falsedad, seguro que
hubieras cogido la radio y la hubieras aventado por el puente al río
Jalón.
G.M.G.