El
sonido de unos pasos tranquilos era lo único que se escuchaba esa
noche. Pero no los notaba nadie, solo ella. Eran los suyos. A pesar
de todo, debía ser cauta. Tal vez alguien pudiera descubrirla.
Al
menos una vez a la semana salía de su letargo impuesto. Buscaba la
libertad. Aprovechaba
los momentos en los que la poca gente que quedaba ya en el
pueblo perdía
la conciencia por el sueño.
Caminaba erguida, con
el pelo largo y suelto por la espalda. Había dejado su mantilla y el
rosario de avellanas herméticamente guardados en el lugar definitivo en el que la acompañaban y del que acababa de salir.
Sentía
cómo la carretera la saludaba. Las ramas de algunos plataneros aún
permanecían entrelazadas. No querían separarse.
Había
cambiado todo un poco y sintió tristeza: el
puente del río no era el mismo, la losa de fregar o de lavar que ella usaba y en la que tantas veces
había cantado la copla "El día en que nací yo, qué planeta
reinaría, por donde quiera que voy, que mala estrella me guía",
tampoco estaba. Ni siquiera los juncos eran los mismos.
Recordaba
aquellos momentos. Eran casi las únicas salidas en las que su voz se
expresaba sin miedo.
Siguió
caminando. Quería llegar a su casica, que estaba un poco alejada, justo al lado de las traviesas de las vías del tren. Sabía
perfectamente que ya no era de ella. Los consejos que dejé escritos
en mi carta -se dijo- no han durado mucho.
Los
trenes de pasajeros que veía pasar desde su ventana, apenas llevaban
vidas. La alta velocidad había desviado la ruta. Era como si todo
necesitara pasar más rápidamente. Hasta la vida.
Llegó
a la que fue su casa. El rosal que plantó al pie de la escalera había desaparecido. Tal vez murió cuando me fui definitivamente -pensó.
Entró
sin llaves. Estaba vacía . Ni siquiera quedaba un rastro de las
sillas de anea con cojines confortables; tampoco de sus macetas de
colores pintadas por uno de sus hijos. A pesar de todo se sentía feliz. Notaba que su esencia permanecía. La más
auténtica. La que tanto ocultó.
Comenzó a bailar haciendo
movimientos dulces. El pelo la acompasaba. Cerraba los ojos y soñaba.
Eran momentos hermosos. Se inventaba otra vida. La que le hubiera
gustado vivir y no pudo ser. Se sentía libre. Nadie le imponía
en aquella casa el martirio de la soledad en compañía.
Allí ahora era ELLA, sin ataduras.
Antes
de despuntar el alba, rendida por su desfogue buscado, deshizo el
recorrido que la llevó hasta allí. Se despidió hasta otro momento.
Volvería.