El
salón de actos estaba repleto. La mezcla de teatro, música y poesía
habían convocado a más espectadores que lo que el recinto podía
recibir. Mucha gente se quedó en la calle, a pesar de haber estado
esperando en la fila para obtener entradas. No hubo para todos. El
frío de los que quedaron fuera se lo llevaron dentro de sus cuerpos
doblemente a casa: por no poder entrar y por haberse quedado medio
congelados en el intento.
El maestro de la ceremonia tenía gran capacidad de convocatoria. Emanaba, decían -a ella no hacía falta que nadie me lo hiciera saber- un encanto especial. Tenía embrujo. Era envolvente. Sus palabras inducían a elevarse del mundo real para vivir flotando en el aire inmersos en lo que decía. Abajo se quedaban las realidades, los miedos, la crisis.
Ya
lo conocía de otras ocasiones. Sabía de su sensibilidad y sí,
estaba platónicamente enamorada de él -tenía que confesarlo. No llevaba idea de quedarse a ver todo el contenido de lo que allí iba a acontecer.
Simplemente estaría un ratito. Quería sentirlo cercano, respirar
por unos momento el mismo aire. Se contentaba con eso. Él tampoco
se enteraba de que ella existiera. Era una persona más sentada en
una butaca. Aunque, últimamente, le habían llegado algunas
vocecillas que, quizá para ilusionarla, (hay personas bondadosas,
aunque la mayoría van a aplastar si intuyen algún interés de
alguien hacia otra persona que en su imaginación le pueda hacer
competencia) le habían comentado que había preguntado en varias
ocasiones por quién era ella.
Pero
solo eso. Nada más. Ella no era nadie.
Él
sí. Él tenía una personalidad arrolladora y una gran inteligencia.
A cualquier mujer le hubiera despertado el interés.
Se apagó la luz. El ambiente era cálido, por eso decidió quedarse hasta el final. La tarde era desapacible.
Comenzó el evento: primero una breve obrita de teatro corta, luego canciones y finalmente poesía.
Tuvo la suerte buena o mala, de que le dieran una butaca al lado de una
columna. Eso sí: era un lugar discreto.
No
le pregunten de qué trató la obra representada, ni las canciones,
ni los poemas. Sí, pregúntenle cómo iba vestido él, cómo movía
las manos, hacia quién dirigía su mirada en la medialuz del teatro.
Seguro que no miraba a nadie en concreto y sí a la masa. Suele
pasar...
El
acto se terminó. Los asientos comenzaron a desnudarse. El espacio se
estaba quedando vacío. Esperó. No le apetecía levantarse. Quiso
salir en último lugar. Quizá no deseaba que se rompiera el encanto.
Cerró los ojos. Escuchaba los pasos cada vez más lejanos de los últimos en salir. Ya..., ahora voy yo también, -se dijo a mí misma.
En ese momento, sintió en su nuca un cálido aliento.
-¿Nos
vamos a tomar un café? -le dijo una tenue voz.
Un
escalofrío recorrió su cuerpo: era él. Y ella...y ella no lo podía
creer.
¿Se cumplen los deseos? Alguno, pero solo en los sueños o en las historias de películas románticas.
En este caso ocurrió.
Gloria Mateo Grima