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Gloria Mateo Grima





lunes, 2 de noviembre de 2009

La Pili




Su cuerpo pequeño, casi ya sin vida, fue descubierto en un contenedor de basura. Era invierno, época en que los hielos campan a sus anchas. Pero en aquel lugar, al igual que en otros, hubo algún corazón más gélido que las crudas heladas atmosféricas.

Dentro del aparente desierto amanecer, alguien oyó un llanto. Buscó el punto del que provenía y la descubrió. Su carica estaba casi amoratada por la intemperie que se encela con los organismos más carentes de energía, con los que todavía no tienen fortaleza para hacerle frente.

La llevaron a un orfanato y, por supuesto, le pusieron un nombre. Uno cualquiera, porque no había tras él ningún atisbo de afecto, salvo el que despertó la misericordia de la persona que la encontró. Y no fue precisamente quien le asignó una identidad. Nadie la reclamó. Nadie indagó quiénes eran sus padres. Todavía no se utilizaba la prueba del ADN.

Creció con carencias de afecto. Siempre sola, salvo la compañía de los superiores del centro en el que estaba y el de los otros niños vecinos de cunas y camas. Su comportamiento, comparado con el de los demás de su edad que acompasaban su vida, era extraño. Aunque sí tenía alegría y ganas de jugar en los recreos, ya que ante todo era una niña. Sin embargo, le costó estudiar. A los libros, incluidos los de cuentos, no quería ni verlos. Pero aprendió. No sé cómo lo hizo, pero aprendió. Atendía y tenía capacidad de memoria, razonamiento y comprensión. Se rebelaba ante cualquier cosa que le viniera impuesta.

La institución que se hizo cargo de su primera infancia, pronto se hartó de su comportamiento demasiado impulsivo y con muchas salidas de tono. Porque la Pili, muy a menudo, gritaba y armaba grescas entre los demás niños. No, no era muy grato el tenerla allí por más tiempo. Acarreaba demasiado gasto de energía para controlarla. Así que la trasladaron a otro orfanato. Y luego a otro y después …al siguiente…
La falta de control de sus impulsos hizo que quisieran doblegarlos de una manera artificial: con fármacos. Había que detener tantos prontos conflictivos Fueron incontables los diferentes tratamientos a los que la sometieron. Hubo primero un diagnóstico médico psiquiátrico: trastorno antisocial de la personalidad. Después…? Después…ni siquiera sabían realmente qué era lo que tenía. El coctel de medicinas y demás drogas legales comenzó a hacer de las suyas en su pequeño cerebro y pasó a ser una adolescente completamente medicada con la correspondiente desestructuración conductual mucho más acusada. A veces dormitaba por el peso químico. Otras, bailaba desenfrenadamente, siempre con buen ritmo al son de la música. Y en ocasiones, estaba muy triste, con la mirada perdida en algún otro mundo imaginario.

La adolescencia, esa época en la que la confusión reina ante el descubrimiento de los problemas que puede acarrear la vida, no tuvo el cauce que debiera. Nadie le enseñó, nadie pudo contenerla. Así que no supo solucionar sus problemas. Simplemente usaba lo que tenía más a mano y era una enorme fuerza muscular que había comenzado a desarrollar como consecuencia de las peleas en las que participaba. Su apariencia no respondía a la de una joven, sino a la de alguien esculpida para la adversidad y no precisamente en un gimnasio. No podía estar quieta, parecía que tenía resortes que continuamente la llevaban de un lugar a otro.

Cuando fue mayor de edad tuvo que salir del centro en el que se encontraba. Pasó a vivir en la indigencia, dentro del supuesto abrigo de los cajeros de bancos.

Robaba para comer; era una experta en coger coches “prestados” para conducir temerariamente y luego contarlo con satisfacción; traficaba, consumía por calmar –imagino- el dolor de la amargura; practicaba el sexo como cualquier animal que se aparea para acallar la llamada de sus hormonas, y tenía como compañeros a otros indigentes de la ciudad en la que, al final, fijó su residencia. Quizá nunca estuvo empadronada. Sí que lo estuvo en la cárcel, porque en varias de sus muchas fechorías acabó allí. Pero sus estancias no eran prolongadas. Escasamente de meses. Realmente, creo que los jueces ya no sabían qué hacer con ella. Después, volvía de nuevo a los albergues. En uno de ellos siempre tuvo una cama preparada, ya que a una de las personas responsables le despertó lástima y sabía que podía ocurrir cualquier cosa, en cualquier momento y en cualquier lugar. Eso sí, si alguien le preguntaba por el lugar en el que pasaba las noches, decía que tenía reserva en un hotel para dormir.

Era famosa por sus cotoneo al bailar, pero también por su manipulación. Debieran de haberle dado un máster en habilidades para manejar a la gente. Sonreía siempre, salvo cuando se enzarzaba con alguien porque le llevaba la contraria. La muy puñetera elegía bien a los compañeros de tropelías y complicidades, aunque no eran muchos, ya que desconfiaba de todos y de todo. Andaba siempre al acecho de por dónde le podían venir sorpresas desagradables.

Su rostro denotaba alguna anomalía, pero no precisamente de origen genético, aunque no se averiguó nunca, sino producto de los de la medicación no adecuada. La etiología de su supuesta enfermedad –si es la que tenía-, nunca se supo. Vendía su medicación, cuando la tenía, para poder comprarse tabaco, drogas, refrescos o bocadillos. Alcohol nunca consumió. Iba muy limpia. No sé cómo lo hacía, pero en ningún momento la vi desaliñada. Además, presumía. ¡Demonios si era presumida!

No supo lo que era el trabajo. Vivió a su aire. Quizá no hubiera habido ninguna regla que hubiera aceptado ni ninguna metodología a seguir. Simplemente se limitaba a sobrevivir. No tenía normas que la contuvieran.
Por algunas circunstancias de la vida, la conocí. No mucho, porque marcaba las distancias. Era como si tuviera miedo a quedar de alguna manera marcada por algún atisbo de cariño.

Un día, en la ciudad, escuché una voz que gritaba mi nombre. Asombrada me volví y vi una bicicleta que venía a toda velocidad en dirección contraria. Le dije que si sabía lo que estaba haciendo, que podía tener o provocar una accidente. Me hizo un gesto con los hombros como dándome a entender que le daba igual. Creo que en alguna ocasión me comentó que no sentía el dolor físico. No la vi llorar. Me imagino que, en soledad, posiblemente lo haría. O quizá no, porque estaba endurecida con la coraza de la marginación.

Así era ella: fuerte, con aspecto de lo que se denomina “chicazo”, pelo corto y ojos grandes abiertos al mundo. No perdía detalle de nada.

Me enteré de que había muerto. La habían encontrado ya sin vida. No supe que le ocurrió. No tendría ni treinta y tres años. Aparentaba más.

Cuando paso por el lugar en el que la vi por última vez con la bici, siempre sonrío, como me sonrió ella aquella tarde, y la recuerdo. Porque si algo tenía la Pili, era que sabía demostrar un “medio afecto” hacia algunas personas. Creo que, a pesar de que fui rígida con ella en algún momento y de que incluso la increpé dando lugar a uno de sus muchos comportamientos manipuladores: el golpearse repetidas veces con la cabeza contra la pared para doblegar al otro, cuando la contradecía, creció entre las dos una simpatía. Nunca quiso demasiado acercamiento. Marcaba las distancias. Iba a su aire. Pero sabía que no me engañaba, que conmigo las tácticas que utilizaba no le servían. Quizá la primera vez, sí, pero las siguientes, no. Por eso me respetaba.

Su nacimiento fue anónimo y también su muerte fue de la misma forma. Hay personas que vienen al mundo simplemente para ser sombras que pululan por entre tanto nombre propio. Estoy segura de que alguna de ellas tiene en su interior mucho más humanidad que la que nosotros, como sociedad, le hemos ofrecido.

Le decía que era una agitadora de ambientes. Ella me decía que yo hacía lo mismo, pero en fino. ¡La muy granuja!

Me la imagino, allá donde esté, revolucionando a María Santísima y, seguramente, bailando salsa. Era su fuerte.


Gloria Mateo Grima