-Espérame cuando termines de
impartir la clase de catequesis. Te llevaré a casa.
-No, no es necesario, padre. Cogeré el autobús.
Así de tajante le contestó ella,
mirándolo a los ojos fijamente. Con rabia contenida por el respeto que debía
guardar a la iglesia. Ya había hablado con él previamente y le había dejado
claras muchas cosas. Se había equivocado con ella totalmente.
Una semana antes, el sacerdote,
muy amablemente, se le había acercado, cuando conversaba con el resto de las otras compañeras también catequistas, para darle un libro que según le aseguró, su protagonista se
parecía mucho a ella.
Ansiosa devoradora de libros,
agradeció el detalle del cura y prometió devolvérselo a la semana siguiente. Estaba
contenta porque el leer le proporcionaba activar su imaginación y proyectarla
hacia otros mundos, que por unos momentos le harían olvidar el suyo propio.
Aquella misma noche comenzó y terminó de leerlo. Buscó y buscó entre aquellas letras a la persona que supuestamente se identificaba con ella. Pero no encontró nada. No se parecía ni un ápice a la chica que aparecía pululando página tras página, hija de papá, consentida, que siempre conseguía aquello de lo que se encaprichaba, frívola y coleccionista de hombres para los que no necesitaba colchón si quería llevárselos a la cama. No, no se encontró ni por asomo.
Era verdad que le gustaba salir a
la calle arreglada, combinando la ropa que tenía de la mejor manera posible.
Nunca provocativa, nunca buscando “guerra”; era verdad también que más de
alguna persona había comentado que era una jovencita con clase y que
cualquier cosa que se pusiera la hacía elegante. Pero su clase era la de
navegar al amparo de una sociedad humilde, hambrienta de aprender y, sobre
todo, tratando de olvidar el estigma de haber sido una hija no deseada.
Al salir de la catequesis, el
cura la esperaba en la puerta de la iglesia con su coche. Se había quitado la
sotana y estaba perfumada toda su persona de lascivia y deseo sexual. El aire olía a podrido.
Era un atardecer de invierno,
oscuro, frío y con una niebla que llegaba hasta el tétanos. Sin apenas vida en
las calles.
Los padres de los niños que
habían asistido al catecismo aquella tarde, ya se habían marchado a casa. Todavía
quedaban deberes pendientes del colegio por hacer, para presentar al día
siguiente.
-¡Sube!, le dijo.
-¡No, ya le he dicho que no!.
La cogió por el brazo con fuerza,
la llevó hacia la puerta del copiloto, la abrió y, empujándola, la hizo caer
sobre el asiento. Dio un portazo. Él, después, se dirigió hacia el otro lado,
dispuesto a coger el volante. Pero antes, se desabrochó el cinturón del
pantalón y se bajo la cremallera del mismo.
Una vez dentro del coche, ella lo miró de
reojo. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. ¡¿Qué es lo que pretendía
hacer aquel imbécil?!
Él, altanero y con signos en el
rostro de satisfacción, como aquél que ya medio tiene a la presa, cogió el volante
y comenzó a enfilar hacia las calles de la ciudad. Luego, desviándose, salió
por una carretera, a toda velocidad. Precisamente en dirección opuesta al
domicilio de su acompañante.
Dando bandazos, mientras trataba
de hacerse con la dirección del volante con la mano izquierda, su mano derecha
buscó la cabeza de la chica. La agarró del pelo y la llevó hacia su
entrepierna.
-¡Ven, dame placer, hija de papá!
¡Hoy
vas a conocer lo que es un hombre de verdad!
Ella forcejeó como pudo. Le arañó la cara y le golpeó repetidas veces, escupiéndole a la cara, a la misma que en otras ocasiones le había indicado cómo tenía que enseñarles a los niños de primera comunión para que amaran a Dios y respetaran al prójimo, tratando de librarse de él. Pero sólo consiguió medio asfixiarse por la postura a la que la estaba obligando tener.
-¡Para, para el coche o me tiro en
marcha!¡Yo no soy una puta, hija de papá!¡No tienes ni idea de cómo es mi vida! (Esta vez ya no lo trataba de usted)
Pero él seguía sonriendo con
sarcasmo y desenfrenado en su desenfreno de locura. No la escuchaba.
Ella abrió la puerta, con el
coche en marcha. Los golpes del aire frío la zarandearon y acabó con su cuerpo
en una cuneta.
El sacerdote, quizá asustado por
el devenir de esa actuación que no se esperaba por parte de la chica, frenó en
seco. Luego, siguió su camino a toda velocidad, perdiéndose en la carretera.
Magullada, casi inconsciente por
unos momentos y helada de frío, trató de esperar a ver si se le pasaba el dolor
agudo que sentía en un costado por el golpe recibido. Cuando se repuso, comenzó
a caminar, completamente atontada, en dirección a la primera parada de autobús
que encontrara y que la condujera de nuevo a la ciudad.
Fue a la comisaría. Con el pelo
totalmente alborotado, la cara desencajada, el vestido roto y lo que era peor: destrozada su alma.
-Vengo a poner una denuncia-
dijo.
-Mira, será mejor que te vayas a
casa. Creo que, como dijo D. Quijote: con la iglesia has topado,
Sancha. Anda, tómate este café y olvídate de la denuncia- le dijo el policía.
No le hicieron caso. Estaba casi convencida de que ni siquiera creyeron su relato.
Regresó a casa muy tarde y nadie se dio
cuenta de que algo le había ocurrido. Ni siquiera de la hora a la que llegó.
El catecismo se le había grabado
a fuego en forma de Cruz. Era la marca con la que tendría que convivir toda la
vida en su recuerdo.
La chica que decían tenía clase,
aunque se vistiera con un trapo, no quiso seguir dando clases nunca más de
catecismo.
El cura, sinvergüenza, demostró
que no tenía ni siquiera la clase de las bestias.
Se enteró con el tiempo de que él
había abandonado el sacerdocio.
¡Lo hubiera podido hacer antes!
Pero, en definitiva, no consiguió
su objetivo. Intentó borrar de su mente su cara y su aspecto.
Eran otros tiempos…
Gloria Mateo Grima