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Gloria Mateo Grima





sábado, 16 de junio de 2012

Catequesis con clase



-Espérame cuando termines de impartir la clase de catequesis. Te llevaré a casa.

-No, no es necesario, padre. Cogeré el autobús.

Así de tajante le contestó ella, mirándolo a los ojos fijamente. Con rabia contenida por el respeto que debía guardar a la iglesia. Ya había hablado con él previamente y le había dejado claras muchas cosas. Se había equivocado con ella totalmente.

Una semana antes, el sacerdote, muy amablemente, se le había acercado, cuando conversaba con el resto de las otras compañeras también catequistas, para darle un libro que según le aseguró, su protagonista se parecía mucho a ella.

Ansiosa devoradora de libros, agradeció el detalle del cura y prometió devolvérselo a la semana siguiente. Estaba contenta porque el leer le proporcionaba activar su imaginación y proyectarla hacia otros mundos, que por unos momentos le harían olvidar el suyo propio.


Aquella misma noche comenzó y terminó de leerlo. Buscó y buscó entre aquellas letras a la persona que supuestamente se identificaba con ella. Pero no encontró nada. No se parecía ni un ápice a la chica que aparecía pululando página tras página, hija de papá, consentida, que siempre conseguía aquello de lo que se encaprichaba, frívola y coleccionista de hombres para los que no necesitaba colchón si quería llevárselos a la cama.  No, no se encontró ni por asomo.

Era verdad que le gustaba salir a la calle arreglada, combinando la ropa que tenía de la mejor manera posible. Nunca provocativa, nunca buscando “guerra”; era verdad también que más de alguna persona había comentado que era una jovencita con clase y que cualquier cosa que se pusiera la hacía elegante. Pero su clase era la de navegar al amparo de una sociedad humilde, hambrienta de aprender y, sobre todo, tratando de olvidar el estigma de haber sido una hija no deseada.

Al salir de la catequesis, el cura la esperaba en la puerta de la iglesia con su coche. Se había quitado la sotana y estaba perfumada toda su persona de lascivia y deseo sexual. El aire olía a podrido.

Era un atardecer de invierno, oscuro, frío y con una niebla que llegaba hasta el tétanos. Sin apenas vida en las calles.

Los padres de los niños que habían asistido al catecismo aquella tarde, ya se habían marchado a casa. Todavía quedaban deberes pendientes del colegio por hacer, para presentar al día siguiente.

-¡Sube!, le dijo.

No, ya le he dicho que no!.

La cogió por el brazo con fuerza, la llevó hacia la puerta del copiloto, la abrió y, empujándola, la hizo caer sobre el asiento. Dio un portazo. Él, después, se dirigió hacia el otro lado, dispuesto a coger el volante. Pero antes, se desabrochó el cinturón del pantalón y se bajo la cremallera del mismo.

Una vez dentro del coche, ella lo miró de reojo. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. ¡¿Qué es lo que pretendía hacer aquel imbécil?!

Él, altanero y con signos en el rostro de satisfacción, como aquél que ya medio tiene a la presa, cogió el volante y comenzó a enfilar hacia las calles de la ciudad. Luego, desviándose, salió por una carretera, a toda velocidad. Precisamente en dirección opuesta al domicilio de su acompañante.

Dando bandazos, mientras trataba de hacerse con la dirección del volante con la mano izquierda, su mano derecha buscó la cabeza de la chica. La agarró del pelo y la llevó hacia su entrepierna.

-¡Ven, dame placer, hija de papá! ¡Hoy vas a conocer lo que es un hombre de verdad!


Ella forcejeó como pudo. Le arañó la cara y le golpeó repetidas veces, escupiéndole a la cara, a la misma que en otras ocasiones le había indicado cómo tenía que enseñarles a los niños de primera comunión para que amaran a Dios y respetaran al prójimo,  tratando de librarse de él. Pero sólo consiguió medio asfixiarse por la postura a la que la estaba obligando tener.

-¡Para, para el coche o me tiro en marcha!¡Yo no soy una puta, hija de papá!¡No tienes ni idea de cómo es mi vida! (Esta vez ya no lo trataba de usted)

Pero él seguía sonriendo con sarcasmo y desenfrenado en su desenfreno de locura. No la escuchaba.

Ella abrió la puerta, con el coche en marcha. Los golpes del aire frío la zarandearon y acabó con su cuerpo en una cuneta.

El sacerdote, quizá asustado por el devenir de esa actuación que no se esperaba por parte de la chica, frenó en seco. Luego, siguió su camino a toda velocidad, perdiéndose en la carretera.

Magullada, casi inconsciente por unos momentos y helada de frío, trató de esperar a ver si se le pasaba el dolor agudo que sentía en un costado por el golpe recibido. Cuando se repuso, comenzó a caminar, completamente atontada, en dirección a la primera parada de autobús que encontrara  y que la condujera de nuevo a la ciudad.

Fue a la comisaría. Con el pelo totalmente alborotado, la cara desencajada, el vestido roto  y lo que era peor: destrozada su alma.

-Vengo a poner una denuncia- dijo.

-Mira, será mejor que te vayas a casa. Creo que, como dijo D. Quijote: con la iglesia has topado, Sancha. Anda, tómate este café y olvídate de la denuncia- le dijo el policía.

No le hicieron caso. Estaba casi convencida de que ni siquiera creyeron su relato.

Regresó a casa muy tarde y nadie se dio cuenta de que algo le había ocurrido. Ni siquiera de la hora a la que llegó.

El catecismo se le había grabado a fuego en forma de Cruz. Era la marca con la que tendría que convivir toda la vida en su recuerdo.

La chica que decían tenía clase, aunque se vistiera con un trapo, no quiso seguir dando clases nunca más de catecismo.

El cura, sinvergüenza, demostró que no tenía ni siquiera la clase de las bestias.

Se enteró con el tiempo de que él había abandonado el sacerdocio.

¡Lo hubiera podido hacer antes!

Pero, en definitiva, no consiguió su objetivo. Intentó borrar de su mente su cara y su aspecto.

Eran otros tiempos…


Gloria Mateo Grima