Menuda;
va delante de mí caminando y, de vez en cuando, se para; apoya las dos
manos en un bastón y mira hacia atrás astutamente. Descansa, -pienso- pero no quiere que la gente se dé cuenta.
Yo ando
buscando hacer alguna foto con el móvil de algo interesante que me
guste: arbustos, árboles, pájaros... (reconozco que no soy buena fotógrafa). Estoy casi a su altura; se me queda
mirando: “¿A qué les hace fotos?”, -exclama-. Su voz es enérgica;
la mirada escrutadora; se protege la cabeza del sol con un pañuelo
blanco, sujeto con cuatro nudos, como antaño; viste de negro y lleva
zapatos cómodos. A algunos aspectos del paisaje, -contesto-, y
aprovecho para preguntarle, mientras le sonrío: ¿todos los días sale a
caminar? Sí, -dice con ojillos de pilluela; antes iba con dos amigas
más, pero ahora deben estar de vacaciones: hace tiempo que no las
veo; con ellas no puedo hablar: enseguida se cansan de andar y
se van. Claro, -comento- es que si se anda y se habla nos cansamos
más.
¡Son viejas y yo también!, -dice. ¡Venga, no se haga la anciana!, -le digo
picándola un poquito. ¿A qué no sabe cuántos años tengo? -añade.
No; dígamelo usted. Pues 94. La cabecica la tengo bien, el oído
regular, pero mis piernas...¿sabe...?, mi madre me decía que para el
comer, el rascar y el andar, solo hay que empezar. ¡Eso es! ¡Muy
bien! ¡Así que a salir un poquito todas las mañanas a poner el
motor en marcha!, -exclamo, animándola, aunque no necesita de ningún estímulo. ¡Uy!, no sabe cuánto he andado en esta
vida!, replica: me iba al Pilar a misa a hacer la vela desde mi casa, que
estaba lejos, todos los días; así durante veinte años. Pero las
mujeres éramos fuertes, mucho más que los hombres:
trabajábamos en el campo y luego en las tareas del hogar; mucho más que ellos, ¡que se lo digo yo! Ahora, -continúa- cuando escucho a la gente decir que está cansada, me pregunto cómo estarían si les hubiera tocado vivir en mi época, en la guerra; había hambre, mucha hambre ¡Que no, que antes teníamos más
agallas!¡No nos quedaba otro remedio!
Soy
de un pueblo de Soria -continúa-. ¿A qué no sabe la leyenda del
lagarto de Berlanga?, pero ya le he dicho que yo soy de otro pueblo, ¡eh!, -recalca. Cuéntemela usted, -respondo. Pues mire: un fraile trajo del otro lado del charco un lagarto que se hizo muy grande; se escondía muy
bien y siempre estaba al acecho de ver si había algún entierro; cuando ocurría, al otro día, la tumba del difunto aparecía escarbada: el lagarto se había
metido en el ataúd y había hecho de las suyas. ¡se puso muy gordo!
Le
pongo cara de asco, mientras me lo cuenta, y me coge el brazo
diciéndome: ¡que sí, que fue verdad!, y vivió hasta que un día, como
no lo podían encontrar, porque era muy listo y no se dejaba ver, le dieron la libertad a un preso a cambio de
que lo encontrara y lo matara; lo mató. Ahora está colgado en una pared, para que lo vea todo el mundo; lo
llenaron de paja por dentro; ya sabe...en aquellos tiempos no había los
adelantos de ahora.
Vuelvo a sonreír. Caminamos un tramo juntas. Esta mujer tiene más energía que yo... Sigue hablando de Berlanga; me dice que el primer alcalde de allí fue El Cid Campeador. Sabe mucho de la historia de Soria. Me
pregunta por mi vida; le doy algún detalle. Ella me dice que siempre
hay que pensar en lo bueno y nunca en lo malo. Ese es mi secreto -susurra-, volviéndome a tocar el brazo.
Cuando
llegamos a un desvío del tercer cinturón, me vuelve a tocar el
brazo y dice: ¡hala, ya te puedes ir! Suelto una carcajada: ¡me acaba de dar una orden!
Sigo mi
camino hacia el otro lado del Ebro, mientras ella se aleja por un desvío, imagino, hacia su casa.
Siento que ha merecido la pena encontrar a esta mujer que todavía lleva el bastón de mando en la mano; no solo para apoyarse, que también, sino para dar órdenes, como acaba de hacerlo conmigo.
Siento que ha merecido la pena encontrar a esta mujer que todavía lleva el bastón de mando en la mano; no solo para apoyarse, que también, sino para dar órdenes, como acaba de hacerlo conmigo.
Le
he hecho algunas fotos con su permiso y se las he enseñado pero, por respeto, solo muestro
la que está de espaldas.
La
voy a llamar, Ana, aunque me ha confesado su nombre muy bajito, añadiendo que era
muy feo.
¡No, señora!, usted, aunque se equivocaran al bautizarla y le pusieran el nombre de un santo varón al que le añadieron una "a" para hacerlo femenino, usted es más guapa que esos noventa y cuatro soles que tiene en su haber, porque son soles. ¡Mucho más! Y lo mejor es que me ha confesado que sigue teniendo unas enormes ganas de vivir.
¡Un hurra y hurra por ella!
¡No, señora!, usted, aunque se equivocaran al bautizarla y le pusieran el nombre de un santo varón al que le añadieron una "a" para hacerlo femenino, usted es más guapa que esos noventa y cuatro soles que tiene en su haber, porque son soles. ¡Mucho más! Y lo mejor es que me ha confesado que sigue teniendo unas enormes ganas de vivir.
¡Un hurra y hurra por ella!
Sinceramente, gracias, Ana, por ese delicioso rato que me ha hecho pasar. Espero, algún otro día, volverla a encontrar. Ya le he dicho que la vigilaré.
Gloria Mateo Grima
Si alguien quiere saber algo sobre la leyenda del lagarto, puede pinchar en:
http://www.elnortedecastilla.es/pg060303/prensa/noticias/Vida/200603/03/VAL-VID-210.html
En uno de los apartados, la encontrará.