Autora

Soy autora de todo lo escrito en este blog.
Ruego, por favor, respeto.
Derechos reservados.
Muchas gracias.
Gloria Mateo Grima





sábado, 14 de marzo de 2015

Unos ojos lo contemplaron todo - Relato completo



Unos ojos lo contemplaron todo...

La noche era silenciosa. Apenas se hilvanaba algún hilo de luz de la luna. Barruntaba una tormenta próxima a descargar su furia en aquel verano tórrido. Los habitantes de la casa de vacaciones dormían. Ya su ritmo biológico los había invitado al descanso. Ni un solo atisbo de vida se intuía entre aquellas cuatro paredes que un poco antes bullían con la algarabía de risas de niños.

De entre las sombras, algún ramaje del jardín emitió un quejido suave. Luego, de nuevo, calma. Después, la quietud se rompió. Alguien  tenía prisa, demasiada prisa por guarecerse bajo techo, tal vez intuyendo que pronto su ropa estaría empapada por la lluvia. ¡Quizá..!
Penetró en el chalet sigilosamente entre la oscuridad. Todo estaba planeado. Nadie se dio cuenta de los pasos que se deslizaban desde la entrada hacia  el  pasillo donde se encontraban las habitaciones. Una...dos...tres..., tal vez sea ésta -se dijo-, aunque no lo tenía claro. La puerta no estaba cerrada del todo y pudo ver que, efectivamente, no se había equivocado. En su mano llevaba un  gran pañuelo completamente impregnado en algo que había preparado previamente. Entró, se dirigió hacia la niña que dormía profundamente en la cama con cuyas sábanas creyó rozarse sin querer. Le puso suavemente el trozo de tela sobre la nariz. Esperó unos segundos. Apenas sintió que le oponía resistencia por la fase del sueño tan profunda en la que la chiquilla dormía. La cogió en brazos y abandonó el lugar, procurando no dejar constancia de su presencia.

Al salir, ya se comenzaban a sentir los primeros gotarrones de lluvia. Había que darse prisa: los relámpagos y truenos podrían poner en peligro su misión. Una vez fuera, corrió con su "presa" y la depositó suavemente en el asiento trasero del coche. Salió despacio. Únicamente, después de que se hubo alejado unos metros, apretó el acelerador y se esfumó, perdiéndose  entre la vegetación de la urbanización.

Dos días después, las noticias anunciaron en todos los medios de comunicación el secuestro de una niña de 4 años. Sin rastro del autor o autora del hecho. La policía comenzó una investigación minuciosa.



Nadie supo qué ocurrió. Morfeo se había apoderado de los habitantes de la casa. Ni el agua, acribillando el tejado, los avisó. Notaron la ausencia de la pequeña al amanecer.



Pero unos ojos lo contemplaron todo... Sí, alguien no se perdió ni un detalle de lo que allí había ocurrido...






El viaje, con la niña cuidadosamente colocada en el asiento trasero del coche, resultó difícil. Tenía que alejarse lo máximo posible y en el menor tiempo. El efecto del suave narcótico con el que había sedado a la pequeña podía desaparecer y eso entorpecería su misión. Pero si fuera así, confiaba en su capacidad de comunicación con los niños. Además, confiaba en que ella lo reconocería. 


El combustible estaba dando ya sus últimas bocanadas. Pudo llegar a una gasolinera en la que él mismo llenó el depósito y solo tuvo que entrar dentro a pagar: no había nada más que un empleado y casi nunca era el mismo. Cuando ya se disponía a reanudar el viaje sintió un leve sonido proveniente de la parte posterior del vehículo: unos bracitos pequeños se desperezaban; por unos momentos, los ojos de la chiquilla se abrieron y contemplaron el breve habitáculo. Él se giró hacia el asiento de atrás y le sonrió: quiso transmitirle confianza. Por fortuna, comprobó aliviado que enseguida se volvió a dormir. 
-¡Menos mal! -pensó-. 
Ya quedaba poco para llegar a la vieja casa de campo que le servía de refugio. Por suerte, no se encontró a ningún coche policía que le hubiera podido multar por infringir las normas de seguridad que debía cumplir. Unos kilómetros más; solo unos pocos y la niña ya estaría a salvo. 
Su mente bullía; era un hervidero de emociones en las que predominaba el miedo: no quería ser descubierto. Una maraña de pensamientos galopaban uno tras otro, sin orden ni concierto. Hacía años que le perseguían; demasiados.





La conoció en la playa hacía ya unos quince días. Jugaba en la arena no muy lejos de las hamacas que ocupaban sus padres. Enseguida se dio cuenta, al merodear cerca de ellos, que gritaban y gesticulaban. Hubo un momento en el que el padre agarró por el brazo bruscamente a la niña y la llevó más cerca de la orilla, como queriendo no verla. No le importaron sus lloros provocados por la brusquedad de sus movimientos; no le importó nada porque, simplemente, estaba sumergido en su propio mar agitado: el de la ira. E, inmerso en el mismo, una vez que volvió a la hamaca, al lado de la de su esposa, siguió con la discusión endiablada que había comenzado con ella: ¡en cuanto acabemos las vacaciones, tú te irás por tu camino y yo me iré por el mío! -le dijo-. La mujer le contestó airadamente y a gritos. Siguieron enzarzados en una pelea verbal sin cuartel que hacía que la gente de los alrededores los mirara. Daba igual: estaba claro que la pareja se aborrecía.




A esa conclusión llegó, él, al observar repetir casi la misma escena todos los días seguidos: la de dos bichos destruyéndose inmersos en su mundo y sin ningún tipo benevolencia hacia el lazo que los ataba mucho más de lo que los unía: su hija: una chiquilla inocente.




El dolor lo consumía; no podía soportar el espectáculo. Era como si un gran molusco lo atrapara con sus pinzas y le hiciera crujir su carne y sus huesos, convirtiéndolo, en unos segundos en una masa inerte. Notaba, de nuevo, que se le escapaba la vida. Se echaba las manos a la cabeza, intentando taparse los oídos. ¡Asco, asco y asco!, eso era lo que sentía. ¡No, no...!
Pero estaban ahí. Aquellos padres eran unos monstruos. Tenía la más absoluta certeza.
Por eso decidió saber dónde se alojaban; por eso los siguió hasta saber que compartían un pequeño chalet con otros dos matrimonios, jóvenes como ellos y que también tenían niños. Pensó que pertenecerían a la misma familia; pero no era así: posiblemente habrían alquilado el chalet conjuntamente para pasar sus vacaciones.
Se había cerciorado de cómo estaba distribuida la casa y también de que pocos ratos hacían vida en común las distintas familias. Eran en los que, afortunadamente, la frescura de las relaciones de los chiquillos imperaba entre el caos de la inmadurez de alguno de aquellos adultos. Quizá sería entonces -se dijo a sí mismo- cuando la pequeña tendría algo de vida: la que correspondía a su edad.

                                
Luego, en sus paseos repetidos a conciencia durante muchos días al borde de la orilla de la playa, observaba a la pequeña jugar con la arena: construía riachuelos por los que entraba el agua salada. A la vez, sonreía y hablaba sola; dedujo que sus interlocutores eran seres imaginarios. No le cabía la menor duda; por suerte, estaba inmersa en un mundo mágico. Sí; serían para ella minutos de paz y fantasía, mientras a unos metros más allá, el vinagre corrompía la relación de dos personas.

En uno de esos paseos matutinos por la playa, -premeditados y por el mismo lugar- miró de soslayo hacia las hamacas dónde estaban los padres de la niña. Tratando de pasar inadvertido, se acercó a ella y, agachándose a su lado le mostró varias conchas que portaba en la mano.
-Mira -le dijo sonriendo-: las vamos a poner en todo el recorrido de tus mares pequeñitos. Debajo de cada una de ellas se esconde un mago que, de vez en cuando, aparecerá y te contará cosas bonitas. ¡Vamos a levantar una y veras! -añadió-. Entonces comenzó a contarle él mismo, haciendo diferentes voces, una historia de aventuras en las que la chiquilla era la protagonista.
La pequeña lo escuchaba, primero con cierto miedo y luego con entusiasmo, que manifestó aplaudiendo con sus manitas.
Una vez que hubo terminado de narrar, le susurró bajito, disponiendo a reanudar su marcha: -mañana volveré y descubriremos a otro mago que te contará más cuentos.
-¡No me olvides, pero no le digas nada a tus padres!, añadió.
Ella se quedaba triste al ver alejarse al chico guapo y un poco desgarbado que le le había hecho sonreír. 
No diría nada a sus padres; sería su secreto.



Así iban pasando los días. Se inventó varias historias: una para cada día. Sabía que se iba agotando el tiempo y él no lo podía perder: no sabía cuánto más iban a estar aquellos malnacidos todavía de vacaciones y, por lo tanto, tenía que actuar pronto.
Se decidió a hacerlo aquella noche lluviosa.



                           

Pero unos ojos lo contemplaron todo...Lo sabía.
                                         
                               





Una vez que hubo llegado a lo que parecía una casa, bastante vieja y destartalada, en un campo, despertó a la chiquilla ofreciéndole una piruleta. Ésta, poco a poco fue saliendo de su letargo inducido. Se frotó los ojos y, a pesar de las palabras cálidas que el chico guapo le dedicó, comenzó a llorar desconsoladamente.

-No te asustes -le susurró, tratando de tranquilizarla-. A partir de ahora vivirás mejor, mucho mejor. Ya lo verás. Podrás jugar libre, sin gritos, zarandeos, empujones o desprecios de personas malas. Aquí no te faltara lo más importante: mi cariño y el de Ulises, mi perro que es también tuyo y, diciéndole esto, soltó un silbido al que acudió presuroso un pastor alemán que había recogido en una calle abandonado.

Pero a pesar de todas sus intenciones acogedoras, el llanto no cesaba y eso que, el chico de los magos -así lo llamaba ella- le caía muy bien; pero echaba de menos a sus padres.
Al final, el perro consiguió atraer la atención de la chiquilla y dispersó un poco sus temores jugando con ella.





La policía, haciendo su trabajo de una manera diligente y en poco tiempo, hilando cabos y siguiendo pistas, localizó la casa y a sus tres habitantes (con uno de ellos no contaban): la niña, un muchacho muy escuálido, desgarbado y con el pelo desaliñado, y un perro, que salió a recibirles a con bravos ladridos, cuando llamaron a la puerta.






En su delirio, la mente del chico, abatida y desestructurada por los estupefacientes que había consumido durante largo tiempo, después de abandonar el infierno de la casa de sus padres, se había confeccionado un nuevo mundo y en él vivía tranquilo, sin voces que lo acribillaran, sin peleas tanto físicas como psíquicas, en definitiva, sin sufrimiento.
Nadie lo buscó y, si lo hicieron, no consiguieron localizarlo.

Sin embargo, desde su huida, una frase martilleaba su cerebro persiguiéndolo: unos ojos lo contemplarían todo...


Sí; ocurriera lo que ocurriera, siempre, alguien sabría lo que estaba haciendo en cada momento: la paranoia se había instalado en su cerebro como un inquilino al que no podía echar por mucho que lo intentaba. Siempre tenía que estar en estado de alerta: el peligro acechaba.
Había escapado de unos padres que no le mostraron ningún afecto y, cuando creyó encontrar el cielo, los efectos de las drogas que comenzó a consumir por los solares, junto con otros chicos y chicas, para evadirse y olvidar, se convirtieron también en otros nuevos infiernos. Y de ellos no sabía huir.



La policía rescató a la niña y a él se lo llevaron detenido. Posteriormente ingresó en prisión. La niña pasó a ser reconocida por un médico forense.



De lo primero que se enteró por los medios de comunicación fue de que era un pederasta el autor del secuestro. Aunque todavía faltaban los resultados  médicos realizados a la niña. 

-¡Qué sabían ellos! -pensó-: nada más lejos de la realidad. Jamás hubiera abusado de ella; lo único que quería era liberarla del infierno que sabia, por lo que observó, estaba pasando la pequeña.
Le preocupaba mucho que otra vez fuera devuelta al lado de aquéllos que ignoraban lo que era ser unos verdaderos padres. 
-Otra vez con ellos, no -se repetía una y otra vez-. Si vuelve, será una nueva víctima como yo.

Ya se enteraría, porque, siempre, unos ojos lo contemplarían todo...



Gloria Mateo Grima