Unos
ojos lo contemplaron todo...
La
noche era silenciosa. Apenas se hilvanaba algún hilo de luz de la
luna. Barruntaba una tormenta próxima a descargar su furia en aquel
verano tórrido. Los habitantes de la casa de vacaciones dormían. Ya
su ritmo biológico los había invitado al descanso. Ni un solo
atisbo de vida se intuía entre aquellas cuatro paredes que un poco
antes bullían con la algarabía de risas de niños.
De
entre las sombras, algún ramaje del jardín emitió un quejido
suave. Luego, de nuevo, calma. Después, la quietud se rompió. Alguien tenía prisa, demasiada prisa por guarecerse bajo
techo, tal vez intuyendo que pronto su ropa estaría empapada por la
lluvia. ¡Quizá..!
Penetró
en el chalet sigilosamente entre la oscuridad. Todo estaba planeado.
Nadie se dio cuenta de los pasos que se deslizaban desde la entrada
hacia el pasillo donde se encontraban las habitaciones.
Una...dos...tres..., tal vez sea ésta -se dijo-, aunque no lo tenía
claro. La puerta no estaba cerrada del todo y pudo ver que,
efectivamente, no se había equivocado. En su mano llevaba un gran
pañuelo completamente impregnado en algo que había preparado
previamente. Entró, se dirigió hacia la niña que dormía
profundamente en la cama con cuyas sábanas creyó rozarse sin
querer. Le puso suavemente el trozo de tela sobre la nariz.
Esperó unos segundos. Apenas sintió que le oponía resistencia por
la fase del sueño tan profunda en la que la chiquilla dormía. La
cogió en brazos y abandonó el lugar, procurando no dejar constancia
de su presencia.
Al
salir, ya se comenzaban a sentir los primeros gotarrones de lluvia.
Había que darse prisa: los relámpagos y truenos podrían poner en
peligro su misión. Una vez fuera, corrió con su "presa" y
la depositó suavemente en el asiento trasero del coche. Salió
despacio. Únicamente, después de que se hubo alejado unos metros,
apretó el acelerador y se esfumó, perdiéndose entre la
vegetación de la urbanización.
Dos
días después, las noticias anunciaron en todos los medios de
comunicación el secuestro de una niña de 4 años. Sin rastro
del autor o autora del hecho. La policía comenzó una investigación
minuciosa.
Nadie
supo qué ocurrió. Morfeo se había apoderado de los habitantes de
la casa. Ni el agua, acribillando el tejado, los avisó. Notaron la
ausencia de la pequeña al amanecer.
Pero
unos ojos lo contemplaron todo... Sí, alguien no se perdió ni un
detalle de lo que allí había ocurrido...
El
viaje, con la niña cuidadosamente colocada en el asiento trasero del
coche, resultó difícil. Tenía que alejarse lo máximo posible y en
el menor tiempo. El efecto del suave narcótico con el que había
sedado a la pequeña podía desaparecer y eso entorpecería su
misión. Pero si fuera así, confiaba en su capacidad de comunicación
con los niños. Además, confiaba en que ella lo reconocería.
El
combustible estaba dando ya sus últimas bocanadas. Pudo llegar a una
gasolinera en la que él mismo llenó el depósito y solo tuvo que
entrar dentro a pagar: no había nada más que un empleado y casi
nunca era el mismo. Cuando ya se disponía a reanudar el viaje sintió
un leve sonido proveniente de la parte posterior del vehículo: unos
bracitos pequeños se desperezaban; por unos momentos, los ojos de la
chiquilla se abrieron y contemplaron el breve habitáculo. Él se
giró hacia el asiento de atrás y le sonrió: quiso
transmitirle confianza. Por fortuna, comprobó aliviado que enseguida
se volvió a dormir.
-¡Menos mal! -pensó-.
Ya quedaba poco para
llegar a la vieja casa de campo que le servía de refugio. Por
suerte, no se encontró a ningún coche policía que le hubiera
podido multar por infringir las normas de seguridad que debía
cumplir. Unos kilómetros más; solo unos pocos y la niña ya estaría
a salvo.
Su mente bullía; era un hervidero de emociones en las que
predominaba el miedo: no quería ser descubierto. Una maraña de
pensamientos galopaban uno tras otro, sin orden ni concierto. Hacía
años que le perseguían; demasiados.
La
conoció en la playa hacía ya unos quince días. Jugaba en la arena
no muy lejos de las hamacas que ocupaban sus padres. Enseguida se dio
cuenta, al merodear cerca de ellos, que gritaban y gesticulaban. Hubo
un momento en el que el padre agarró por el brazo bruscamente a la
niña y la llevó más cerca de la orilla, como queriendo no verla. No le importaron sus
lloros provocados por la brusquedad de sus movimientos; no le importó
nada porque, simplemente, estaba sumergido en su propio mar agitado:
el de la ira. E, inmerso en el mismo, una vez que volvió a la
hamaca, al lado de la de su esposa, siguió con la discusión
endiablada que había comenzado con ella: ¡en cuanto acabemos las
vacaciones, tú te irás por tu camino y yo me iré por el mío! -le
dijo-. La mujer le contestó airadamente y a gritos. Siguieron
enzarzados en una pelea verbal sin cuartel que hacía que la gente de
los alrededores los mirara. Daba igual: estaba claro que la pareja se
aborrecía.
A
esa conclusión llegó, él, al observar repetir casi la misma escena todos los días seguidos: la de dos bichos destruyéndose inmersos en
su mundo y sin ningún tipo benevolencia hacia el lazo que los ataba
mucho más de lo que los unía: su hija: una chiquilla inocente.
El
dolor lo consumía; no podía soportar el espectáculo. Era como si
un gran molusco lo atrapara con sus pinzas y le hiciera crujir su
carne y sus huesos, convirtiéndolo, en unos segundos en una masa
inerte. Notaba, de nuevo, que se le escapaba la vida. Se echaba las
manos a la cabeza, intentando taparse los oídos. ¡Asco, asco y
asco!, eso era lo que sentía. ¡No, no...!
Pero
estaban ahí. Aquellos padres eran unos monstruos. Tenía la más
absoluta certeza.
Por
eso decidió saber dónde se alojaban; por eso los siguió hasta
saber que compartían un pequeño chalet con otros dos matrimonios,
jóvenes como ellos y que también tenían niños. Pensó que
pertenecerían a la misma familia; pero no era así: posiblemente
habrían alquilado el chalet conjuntamente para pasar sus vacaciones.
Se
había cerciorado de cómo estaba distribuida la casa y también de
que pocos ratos hacían vida en común las distintas familias. Eran en
los que, afortunadamente, la frescura de las relaciones de los
chiquillos imperaba entre el caos de la inmadurez de alguno de aquellos adultos. Quizá sería entonces -se dijo a sí mismo-
cuando la pequeña tendría algo de vida: la que correspondía a su
edad.
Luego,
en sus paseos repetidos a conciencia durante muchos días al borde de
la orilla de la playa, observaba a la pequeña jugar con la arena:
construía riachuelos por los que entraba el agua salada. A la vez,
sonreía y hablaba sola; dedujo que sus interlocutores eran seres
imaginarios. No le cabía la menor duda; por suerte, estaba inmersa
en un mundo mágico. Sí; serían para ella minutos de paz y
fantasía, mientras a unos metros más allá, el vinagre corrompía
la relación de dos personas.
En
uno de esos paseos matutinos por la playa, -premeditados y por el
mismo lugar- miró de soslayo hacia las hamacas dónde estaban los
padres de la niña. Tratando de pasar inadvertido, se acercó a ella
y, agachándose a su lado le mostró varias conchas que portaba en la
mano.
-Mira
-le dijo sonriendo-: las vamos a poner en todo el recorrido de tus
mares pequeñitos. Debajo de cada una de ellas se esconde un mago
que, de vez en cuando, aparecerá y te contará cosas bonitas. ¡Vamos
a levantar una y veras! -añadió-. Entonces comenzó a contarle él
mismo, haciendo diferentes voces, una historia de aventuras en las
que la chiquilla era la protagonista.
La
pequeña lo escuchaba, primero con cierto miedo y luego con
entusiasmo, que manifestó aplaudiendo con sus manitas.
Una
vez que hubo terminado de narrar, le susurró bajito, disponiendo a
reanudar su marcha: -mañana volveré y descubriremos a otro mago que
te contará más cuentos.
-¡No
me olvides, pero no le digas nada a tus padres!, añadió.
Ella
se quedaba triste al ver alejarse al chico guapo y un poco desgarbado
que le le había hecho sonreír.
No diría nada a sus padres; sería
su secreto.
Así
iban pasando los días. Se inventó varias historias: una para cada día. Sabía que se iba agotando el tiempo y él no
lo podía perder: no sabía cuánto más iban a estar aquellos
malnacidos todavía de vacaciones y, por lo tanto, tenía que actuar
pronto.
Se
decidió a hacerlo aquella noche lluviosa.
Pero
unos ojos lo contemplaron todo...Lo sabía.
Una
vez que hubo llegado a lo que parecía una casa, bastante
vieja y destartalada, en un campo, despertó a la chiquilla
ofreciéndole una piruleta. Ésta, poco a poco fue saliendo de su
letargo inducido. Se frotó los ojos y, a pesar de las palabras
cálidas que el chico guapo le dedicó, comenzó a llorar
desconsoladamente.
-No
te asustes -le susurró, tratando de tranquilizarla-. A partir de
ahora vivirás mejor, mucho mejor. Ya lo verás. Podrás jugar libre,
sin gritos, zarandeos, empujones o desprecios de personas malas.
Aquí no te faltara lo más importante: mi cariño y el de Ulises, mi
perro que es también tuyo y, diciéndole esto, soltó un silbido al
que acudió presuroso un pastor alemán que había recogido en una calle abandonado.
Pero
a pesar de todas sus intenciones acogedoras, el llanto no cesaba y
eso que, el chico de los magos -así lo llamaba ella- le caía muy
bien; pero echaba de menos a sus padres.
Al
final, el perro consiguió atraer la atención de la chiquilla y
dispersó un poco sus temores jugando con ella.
La
policía, haciendo su trabajo de una manera diligente y en poco
tiempo, hilando cabos y siguiendo pistas, localizó la casa y a sus
tres habitantes (con uno de ellos no contaban): la niña, un muchacho
muy escuálido, desgarbado y con el pelo desaliñado, y un perro, que
salió a recibirles a con bravos ladridos, cuando llamaron a la
puerta.
En
su delirio, la mente del chico, abatida y desestructurada por los
estupefacientes que había consumido durante largo tiempo, después
de abandonar el infierno de la casa de sus padres, se había
confeccionado un nuevo mundo y en él vivía tranquilo, sin voces que
lo acribillaran, sin peleas tanto físicas como psíquicas, en
definitiva, sin sufrimiento.
Nadie
lo buscó y, si lo hicieron, no consiguieron localizarlo.
Sin
embargo, desde su huida, una frase martilleaba su cerebro
persiguiéndolo: unos ojos lo contemplarían todo...
Sí; ocurriera
lo que ocurriera, siempre, alguien sabría lo que estaba haciendo en
cada momento: la paranoia se había instalado en su cerebro como un
inquilino al que no podía echar por mucho que lo intentaba. Siempre
tenía que estar en estado de alerta: el peligro acechaba.
Había escapado de unos padres que no le mostraron ningún afecto y, cuando
creyó encontrar el cielo, los efectos de las drogas que comenzó a
consumir por los solares, junto con otros chicos y chicas, para evadirse y olvidar, se convirtieron
también en otros nuevos infiernos. Y de ellos no sabía huir.
La
policía rescató a la niña y a él se lo llevaron detenido.
Posteriormente ingresó en prisión. La niña pasó a ser reconocida por un médico forense.
De lo
primero que se enteró por los medios de comunicación fue de que
era un pederasta el autor del secuestro. Aunque todavía faltaban los resultados médicos realizados a la niña.
-¡Qué
sabían ellos! -pensó-: nada más lejos de la realidad. Jamás hubiera
abusado de ella; lo único que quería era liberarla del infierno que sabia, por lo que observó, estaba pasando la pequeña.
Le preocupaba mucho que otra vez fuera devuelta al lado de
aquéllos que ignoraban lo que era ser unos verdaderos padres.
-Otra vez con ellos, no -se repetía una y otra vez-. Si vuelve, será una nueva víctima como yo.
Ya
se enteraría, porque, siempre, unos ojos lo contemplarían todo...
Gloria Mateo Grima