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Gloria Mateo Grima





sábado, 2 de julio de 2016

Paro y avituallamiento


La edad se le estaba apoderando. Era su enemiga. Nunca se está curtida para las adversidades y menos cuando las fuerzas ya se rebelan. Demasiadas hojas de calendario a sus espaldas, muy pocas de ocio. Su mochila rebosaba esfuerzo, trabajo, casa, estudio, horas quitadas al sueño para arañar un poco mejor futuro... 
Todo eso no le servía de mucho: el ecuador, inmisericorde, la había abandonado hacía tiempo.  
- ¿Tanto esfuerzo para qué? Pero hay que seguir, -se decía. 
Algún día, algún día aún podría levantar un poco el vuelo, aunque fuera como una golondrina cansada. Le pedía al cielo o al infierno un poco más de fuerza. Tenía que conseguirlo...era su esperanza.

Con la autestima hecha jirones, apenas le apetecía salir de casa. Las polillas pululaban hambrientas por su piel . Por eso, de vez en cuando tenía que salir a coger un poco de aire fresco. A veces, para desplazarse en bus, buscaba por la calle los cinco céntimos que le faltaban para poder llenar la tarjeta de transporte con los cinco euros preceptivos. Si había suerte y los encontraba, no iba andando hasta el centro de la ciudad. El subsidio que el estado se había dignado regalarle por la edad, no le daba para más. Había tenido que recurrir, incluso. a llevar el carro de la compra para que le dieran comida unas monjas.

Excepcionalmente, aquella tarde, había quedado con un hombre al que hacía poco alguien le había presentado. No le había caído muy mal y por eso accedió a la cita. La cautela de coraza; las emociones en prisión. Por si acaso...

Cuando llegó a la cafetería, él la estaba esperando. Vestía un elegante traje azul oscuro. Impecable en sus formas, educado en las apariencias. No sabía apenas quién era, pero...qué más daba. Lo único que la llevaba allí era cambiar el decorado demasiado visto de su casa. La rutina voraz que la consumía. Olvidar por unos momentos la desesperación de su lucha contra la nada. No quería pensar  ni siquiera en una brizna de afecto.



Iniciaron una charla intrascendente: hace calor, qué bien se está aquí, parece que hay más animación que este tiempo atrás... 
Todo parecía contenido, como si cada palabra se midiera con un metro que guardara las distancias.

-Bueno...-¿a qué te dedicas?- le dijo él.

Lo miró. Se miraron. Hubo un silencio. 

-A ser persona -le contestó ella.

-Pues mira, ya es algo en estos tiempos, -continuó muy serio.


Un descafeinado con agua era lo que ella había pedido para tomar. Lo eligió porque sabía que era lo más barato. Le llegaba el dinero para pagar su parte. No quería aprovecharse de nadie. 

-¡No, mujer, que pago yo! -comentó él cuando la vio mirar el tiket de la consumición y sacar su monedero.
-De ninguna manera. Permíteme que pague lo mío, -añadió ella.

Estuvieron muy poco rato.  Se midieron, se observaron y dieron por terminada la primera cita. Quedaron con mucha desgana  para el sábado de la semana siguiente. Cautela.

Otra vez la misma cafetería, casi el mismo ambiente, la misma distancia, el mismo tanteo: frases sin importancia, como intentando bajar a los sótanos de cada uno.

Sentado frente a ella, la volvió a mirar muy fijamente y le espetó con rictus entre pícaro y serio: 

-La semana pasada te pregunté que a qué te dedicabas y tu frase fue muy ambigua, como queriéndome no decir. Espero que esta vez seas más precisa...

-Mira, estoy en el paro, -contestó. Me dedico en estos momentos  a buscar trabajo. Lo necesito. Cerraron mi empresa y...

- ¡Ah!, muy bien. Lo ento mucho, pero sabes...yo no llevo intención en mi vida de solventar el avituallamiento de ninguna mujer.


Helada, con un coraje que la inundaba, dejó el importe de su consumición encima de la mesa. Se levantó y le dijo: 

-¡Ojalá te lo hubiera dicho la semana anterior! Me hubiera ahorrado el volver a ver la cara de un ser tan despreciable como tú. ¡No busco que nadie me solucione las viandas ni mi vida!. ¡Ahí te quedas y que te vaya muy bien! 

Los tacones de sus zapatos ya viejos pisaron con fuerza en dirección a casa. Iría andando. No importaba que le dolieran los pies por la distancia. Le dolía mucho más el alma.
Lloró por el camino. Se dijo a sí misma que no volvería a quedar con ningún otro hombre. Quizá no todos fueran de la misma calaña que el que había conocido, pero por si acaso...

El  paro, ese monstruo instaurado en España, le estaba quitando su dignidad. Ya no sabía ni quién era. Solo un número más en las filas del Inem.

Pero, aunque su formación no le estaba sirviendo de nada consiguió mientras trabajaba no le sirviera de nada, como tampoco el máster y sus horas en pos de más cultura y por ende, un trabajo, no volvería a consentir que otro mequetrefe le humillara más tratándola de semejante manera.







Gloria Mateo Grima