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Gloria Mateo Grima





domingo, 4 de abril de 2010

En el columpio


Se balanceaba, con la energía de sus 5 años, en un columpio de madera sujeto con dos cuerdas a la gruesa rama de una morera.
Su abuelo había conseguido la magia de que pudiera volar por unos momentos. Ella empujaba con su cuerpo hacia adelante, fuerte muy fuerte… Quería fundirse con el viento, sentirlo. Deseaba alcanzar las hojas más altas del árbol. Mezclarse con ellas. Se ponía de pie sobre la tabla ¡Todavía más difícil! Sí. Así se sentía grande. Capaz de comerse al mundo. Era suyo, le pertenecía.

Detrás, a su espalda, escuchaba el canto de una cigarra que habitaba, guarecida del calor del verano, en lo alto de una acacia. Era un sonido repetitivo, pero mágico. Parecía que quería acompañarla en sus vaivenes marcando un ritmo, mezclado también con el compás del agua clara de la acequia al acariciar las piedras del fondo y como notas semicorcheas, los “tejedores” que pululaban por su superficie. En las orillas, hebras de hierba fresca, danzaban acariciadas suavemente. Todos ellos configuraban la banda sonora de una película creada por el Hacedor de la naturaleza para la ocasión. Allí cerquita, una losa estratégicamente situada esperaba la hora de ser utilizada por alguien para ayudar a fregar alguna vajilla. Y como abrillantador de las “morreras” de las ollas, el barro, aquél con el que también hacía muñecos y los dejaba secar al sol. Olía a vida.

Pronto llegaría. Se escuchaba a lo lejos. El silbido era el chivato que lo delataba. Ya estaba cerca, muy cerca. La envolvería en su magia al pasar por delante. Tenía que prepararse. ¿Estaba guapa? ¿Se había puesto un vestido bonito? ¿Y su sonrisa? No debía descuidar ningún detalle.
Entonces se sentía como una protagonista, la más grande, subida a un escenario. Sí, porque iba a tener muchos espectadores. Daba igual el poco rato que la vieran, pero serían muy importantes. Y, desde su pequeña estatura de niña, les haría sentir que existía. ¡Estoy aquí! ¡Soy yo! Ellos la mirarían a través de los cristales medianamente bajados de los vagones del tren de madera. Algunos sonreirían. Otros, se asomarían y la saludarían.
Qué bien vivía esos momentos .Cómo era feliz… Cuántos rostros pasaban por delante de aquellos ojos pardos amparados bajo la sombra de la morera…

Escribía sus propios guiones. Cada día uno. Los improvisaba. Y se superaba. El siguiente lo inventaría mucho más hermoso. Eran suyos, le pertenecían y formaba parte de ellos, aunque sólo fuera por unos minutos demasiado breves y efímeros. Por eso los vivía intensamente. Se le difuminarían enseguida y desaparecerían en la lejanía con destino desconocido. Pero no importaba, habría más. Siempre habría más. Su imaginación no tenía límites.

No sabe cuándo acabó de de crear historias. Aunque, sí, sí lo recuerda: con el transcurrir del tiempo, pasaron trenes, demasiados. Y siempre de largo. Los sonidos eran cada vez más lejanos y ninguno se detenía. Acaso, sólo alguno por breve tiempo.
El columpio se lo llevó un ladrón de guante blanco, la cigarra dejó de cantar y se marchó a formar parte de otras bandas sonoras, el agua arañó las piedras destruyéndolas igual que hizo con la losa y el barro, los “tejedores” se asfixiaron y a las hierbas de las orillas las mataron los herbicidas. La sinfonía enmudeció.

Por eso guarda llenos de polvo, en un rincón, los “cortos” atrapados en las cintas más antiguas de su memoria. Por eso los tiene bien escondidos: son los guiones más valiosos de su vida.

G.M.G.