Delgado,
con la piel casi transparente y las venas marcadas. La mirada perdida en el infinito. Volaba mentalmente, quizá metiéndose
en las alas de algún pajarillo que viera desde el patio. Parco en
palabras, solo las justas, pero concreto.
Aceptaba
ir a terapia de grupo; estaba sin estar. Sabía que ningún psicólogo le aportaría nada nuevo que no supiera. No participaba apenas en los diálogos con los
compañeros; tampoco los evitaba. Vestido de soledad, solo cubierto por su carpeta compañera. Allí guardaba lo poco que tenía. Nada más.
No sé
cuantos años llevaba en la cárcel. Demasiados -me dijo. Toda una vida
entrando y saliendo a respirar por un tiempo un aire para él tóxico. Permisos que
aprovechaba para volver a delinquir. Atracaba otro
banco y conseguía su botín: la droga. Ése era su único
objetivo: alejarse por unos momentos de un mundo hostil en el que no encajaba o no sabía hacerlo.
Así una vez y otra...
Nunca un asesinato, nunca un herido, pero la vida pasaba y el joven primario se convirtió en un adulto despersonalizado.
Recorrió varios centros penitenciarios; aprendió yoga, relajación, idiomas; desaprendió lo que era la afectividad, se desprendió de un abrazo o un signo de afecto. Aquí no hay amigos -decía. Solo le quedaba el cariño su madre, curtida de arrugas por los años y el sufrimiento, que ya estaba impedida para visitarlo. Quizá había hecho muchos itinerarios de viacrucis.
Lo
conocí en el centro penitenciario de Zuera; estaba el el módulo al
que se asigna a los reclusos más peligros, si no tenemos en
cuenta el de aislamiento, claro. Allí vino a terapia. Cuando lo
llevaba individualmente, fuera del grupo, me di cuenta de que no había nada que lo
motivara. Todo le daba igual.
Lo volví
a ver en otro centro, el de Daroca, cuando fui a dar una conferencia a la que asistió. Vino a
saludarme. Más delgado, más preso de sus enfermedades y de su vacio. Me extrañó su presencia allí; me dijo que había pedido
que lo trasladaran porque era una cárcel más pequeña y familiar.
Hablamos...
- Sabe,
Gloria, me van a dar unos días de permiso y tengo
miedo a salir.
-¿Por
qué? -pregunté.
- Porque
a pesar de que ahora no me drogo, si vuelvo a pasar por delante de
algún banco, mi impulso me jugará una mala pasada y volveré a
atracar. Es una atracción fatal que me llevará a repetir; es como
un imán que me reclama y me puede. Además, pronto me darán la libertad definitiva y...¿a
dónde voy yo? Tengo cincuenta y tantos años; toda mi vida en el
trullo; no tengo salud, no tengo oficio. ¿Quién soy? -dijo. No
me reconozco, no me siento, no existo.
- Te
queda mucho todavía por vivir -comenté.Tienes a tu madre que, aunque mayor, tal vez puedas alegrarle los últimos años. Puedes ayudar a otros
para que no cometan tus mismos errores...¡Pégale una patada al miedo y adelante! -exclamé.
- No
contestó. Se limitó a sonreír levemente. Nos despedimos, quedando en que quizá nos volviéramos a
ver.
Poco
tiempo después, me comunicaron que en aquel permiso, al que él tanto temía, se quitó
la vida.
No
atracó ningún banco. No pudo consigo mismo. No quiso hacer más daño y se marchó...
A veces
pienso en la cantidad de reclusos que he conocido que han entrado a
cumplir condena por atracos con el único objetivo de tener dinero para drogarse. Reflexiono sobre las
opiniones de la gente cuando habla de que se drogan porque quieren.
No, la droga no es la causa, es el síntoma de algo que falla en
nuestro interior. Quizá nos puede la propia vida y no tenemos
habilidades para enfrentarnos a ella.
Hay tantos que, dejando su salud en el camino, han llenado los
bolsillos a otros sin escrúpulos.
Gloria Mateo Grima