No,
no se podía detener ni cinco minutos. El sonsonete del despertador,
a pesar de acercarse a la naturaleza imitando el canto de un gallo al
amanecer, no le causaba el mismo placer que si lo hubiera escuchado
en la tranquilidad y sosiego del campo.
Saltó
de la cama, abrió la ventana para que se ventilara la habitación y
mirándose en el espejo del tocador contempló con resignación las
marcas del paso del tiempo en su cara: las ojeras no habría modo de
disimularlas ese día, seguro. Decían que se le habían endurecido
las facciones, pero ella pensaba, más bien, que mostraban los signos
de una tristeza que a duras penas quería controlar para que nadie la
notara.
Se
duchó con agua fría, como siempre, ya que además de ahorro de la
caliente, decían que apretaba las carnes, misión imposible por otra
parte, puesto que cuando se pasa de una determinada edad sólo el
bisturí o unas sesiones insufribles de gimnasia pueden hacer algo
parecido a un milagro. La cabeza no era del cuerpo y siempre se
lavaba el pelo poniéndose de rodillas en el suelo, inclinada sobre
la bañera, porque tenía esa costumbre y no le gustaba que el agua
tan alcalina de la ciudad arañara la piel de su cara como si fueran
las garras de un buitre de carroña. Ya tenía bastante con otros
zarpazos.
Todo
se sucedía a ritmo vertiginoso: hacer la cama, pintarse, pensar en
qué iba a comer ese día y, con un poco de suerte, comprobar si tenía algo en el frigorífico, entrar en el ordenador
por ver si había salido el genio de la lámpara que le diera una
buena noticia y, si no, ponerse a buscar cual detective para
encontrar algo que le diera esperanza y que al menos la hiciera
sentirse menos muerta, aunque su vida fuera al galope y sin rumbo.
Apagó
la pequeña pantalla del ordenador, después de emborracharse con los
“Descartados” y “Recibidos” y ningún "Preseleccionado"
que leyó, en relación a los currículos enviados y, entonces, le
asaltó la duda de si arreglarse para salir a la calle, en cuyo caso
todo dependía de hacia dónde se dirigiera o si simplemente se
acicalaba para que el espejo fuera benevolente con ella al menos por
ese día.
Se
decidió: iría a la cafetería de debajo de su casa y se permitiría
leer en el periódico las ofertas en los anuncios. Sabía que también
se iba a cargar de un sinfín de noticias en su mochila que le iban a
hacer más la puñeta, sin embargo, la gratuidad de la lectura con la
que le obsequiaba el dueño de la cafetería aunque no consumiera
nada, tenía que aprovecharla.
Y, de
repente estaba allí, como una señora de rompe y rasga que se come
al mundo. Una oleada de hormonas que aparentemente estaban dormidas
o, al menos anestesiadas, ya que las mantenía a raya para que no la
lastimaran más, se rebelaron cuando vio a un caballero sumamente
interesante que se tomaba un café en la barra. Lo miró, la miró,
tropezaron sus ojos y sintió la electricidad recorriendo su cuerpo
con una descarga súbita, vamos… de las de dejar tieso al más
pintado.
Cogió
el periódico, abandonó la mesa donde había permanecido y se situó,
disimuladamente, en un taburete, al lado del autor que había
originado su puñetera revolución. Por arte de magia, se había
sentido otra vez viva dentro de tanto estrés y tanta zozobra. Su
cuerpo pedía guerra como si estuviera en celo y, sin ningún pudor,
porque ya había perdido todo tipo de vergüenza y no le quedaba nada
más por perder, suspiró y susurró cerca del oído del apuesto
caballero y también dispuesto -porque se le notaba- que había
provocado sus ansias, tratando de que no la escuchara el
camarero: ¡Por favor!, ¡¿uno rápido?!
Desconcertada
al ver que no la rechazó, sino que sonriendo complacido le rodeó
la cintura con brazos fuertes y, a la vez tiernos. Era como si
hubiera entendido perfectamente el porqué de sus palabras.
Suavemente, sin brusquedad, la condujo hacia su coche.
La
desesperación se tradujo en un desenfreno de oleadas de pasión y de placer contenidos que llevaban demasiado encarceladas porque no le
quedaba tiempo para nada que no fuera el atender a su pesadilla.
No
quería pensar, no quería ni le daba la real gana. Y se dejó
llevar…
Era
la primera vez que se le había ocurrido acercarse a un hombre, casi
suplicándole y, aunque fue rápido, le supo a gloria. Nunca pensó
que llegaría a eso, pero tampoco le pasó por la cabeza que al cabo
de más de cuarenta años trabajando iba a sentirse convertida en un
despojo dentro de la sociedad y estaba ocurriendo. ¡Qué cosas
depara la vida!
Olvidó
por unos momentos su situación de desempleada y pensó: ¡Qué me
quiten lo bailao! ¡Qué les den por donde amargan los pepinos a las
filas del Inem, a la espera y desesperación en la búsqueda de
curro, a las renovaciones periódicas de la demanda de un trabajo
(pura burocracia), y a la percepción de la espada de Dámocles
siempre pululando sobre su cabeza! porque, como a ella, estaban
“cargándose” lentamente a mucha gente que todavía llevaba la
energía a flor de piel dispuesta a seguir en el mercado laboral con
capacidad de desafío y también a otros que ni siquiera podían
acceder a él por primera vez para ganar un poco de pan duro con el
sudor de su frente, después de haber estudiado duramente una
carrera.
¡Maldita
situación y maldita forma de tratar de sobrevivir honradamente!
¿Habría que convertirse en delincuente? ¿Habría que remover el
aire? ¡Nunca, mientras le quedara un aliento de vida!
Se
acomodó el pelo, se colocó de nuevo su ropa interior chivata
todavía de lo acaecido y alisó su vestido lo mejor que pudo para
que no delataran los momentos de éxtasis que había vivido.
No
había comerciado con su cuerpo, no. Simplemente lo utilizó para no
pasar otro día sin un trozo de caricia que llevarse al alma.
Cuando
todo acabó, bajó de aquel coche y poniendo un beso en su mano, rozó con ella levemente la mejilla de aquel samaritano; luego, comenzó a correr, huyendo, quizá de sí misma. ¡Huir, huir, desaparecer!...Tropezó, se le
rompió un tacón y cayó al suelo. En ese momento, ¡zas!, esta vez
el despertador con la melodía de "Hoy puede ser un gran día"
(que había seleccionado para darse ánimos) y no con la del sonido
del gallo, sí que que la hizo levantarse de la cama y reanudar su
rutina diaria.
¡Todo
había sido un sueño!, pero lo recordaba perfectamente.
La
realidad, la suya, era parcialmente verdad y, por desgracia, no en
la parte agradable.
La
mente, por suerte, suele dar alguna tregua en las penalidades, con mecanismos de defensa,
incluso durante el sueño. La propia biología interior se rebela para conseguir un respiro de equilibrio.
Aquel
día, no obstante, comenzó su lucha con una sonrisa en la cara. Eso sí, tenía claro que jamás, salvo durmiendo, se le hubiera ocurrido solicitar ese tipo de favores. El sexo, sin amor, nunca lo deseó.
Gloria Mateo Grima